lunes, 26 de marzo de 2012

Salto al ruedo de la negociación




Escribo desde el tren que me lleva de Guangzhou a Hong Kong. Son las nueve de una noche cerrada. Durante las dos horas de trayecto es posible que no desaparezca el reguero de ventanas que alumbra el camino hacia el sur, una plaga de casas e industrias que hacen de este país una fábrica que no cierra. El tren recuerda a aquellos que muestra la televisión cuando hay colisiones en países remotos. Se trata de una mole de dos alturas. Me encuentro en la planta de arriba. Las caras que veo son de gente cansada de un día de trabajo, grupos de amigos y familias que abren envases que contienen trozos de pollo que mordisquean agarrándolos con guantes de látex. Muestran excesiva escrupulosidad para esconder su falta de higiene. Otros duermen nada más ponernos en marcha. Se aprecian más caras occidentales de lo normal, algunos son ingleses gordos que contrastan con la figura delgada del país.

En otro vagón viaja un grupo de españoles de GZ que se dirige también a HK a pasar el fin de semana en la fiesta más internacional de este estado bicéfalo, donde los poderes, las tradiciones y los idiomas parecen repartirse a partes iguales. Será el momento de escuchar asiáticos mitad chinos mitad honkoneses hablando inglés, una especie de llanitos descosidos del antiguo imperio británico.

Esta semana he bajado al ruedo del comercio internacional y he comprobado in situ cómo se desarrollan las negociaciones de una empresa humilde con importadores del gigante asiático. Empresas españolas que jamás pensaron ver sus productos en un país tan díscolo como China destinan ahora a emisarios comerciales a que les muevan el producto de oficina en oficina, buscando compradores que les permitan sacar la cabeza de debajo del agua y respirar por unos meses o años.

Estuve con María Jesús García Martín, una mujer de 45 años, políglota y todoterreno, viajera y libre. No me dejaba que le ayudara con la maleta a subir y bajar las escaleras del inmenso día que nos ocupó visitando empresas, cogiendo trenes y taxis, sacando y guardando mil y una veces la cartera y las muestras de la empresa a la que representaba. Debido a una cadena de errores, nuestra cita se demoró 45 minutos. Habíamos planeado vernos a las 8 de la mañana en un hotel pegado a la estación de tren, pero resultó que se hospedó en otro y no coincidimos en el vestíbulo. Sus primeras palabras cuando nos encontramos ya en la estación de tren fueron: "Lo siento de verdad, no es mi estilo ni mucho menos; es la primera vez que me pasa esto". Fuera o no verdad, lo cierto es que a María no la iba a derribar ninguna desaveniencia y que su estilo era, sin lugar a dudas, el de una mujer forjada en combates de campos de barro y arena. A pesar de todo llegamos puntuales a nuestra primera entrevista en Shenzhen, una ciudad fronteriza con Hong Kong y que alberga la misma población que New York City. María colocó las muestras de sus productos sobre una mesa alargada de un despacho corriente de cualquier oficina. Dos representantes de una empresa de importación china saboreaban las mermeladas, las pasas y la sal de flor que María les había introducido en su explicación, pero ya antes de entrar en la sala sabía que esos productos no se venderían y que solo unas barritas dietéticas de una empresa externalizada española a la que también representaba tendrían éxito. "Esta gente no compra productos gourmet como los nuestros y además, ya me he dado cuenta de que desde Pekín hacia el sur la gente no come dulce". Y así fue. Solo les interesaron las barritas y las galletas, 0% azúcar. No dejé de aprender en toda la jornada. María había llegado cuatro días atrás a Pekín. A las 8 de la mañana del lunes se había bajado del avión y a las 9 tenía concertada su primera entrevista. Fue saltando de reunión en reunión, de día en día y de ciudad en ciudad, durmiendo lo que le permitía el tiempo y viviendo lo que le dejaba el traicionero cambio horario, que te embelesa antes de dormir y que te despierta de súbito en mitad de la noche como si te hubieras chutado cafeína. Durante nuestro camino a Shenzhen me comentaba que esta había sido la mejor noche de sueño de sus tres en China (cuatro si contamos la del avión). En GZ durmió en Sofitel (un hotel francés que presume de ser el mejor), invitada por un importador de jamones, chino, amigo suyo con el que también hace negocios esporádicamente. María es espontánea, elegante en sus modales y arrolladora, enemiga de los formalismos remilgados de comerciales que no se remangan las manos para trabajar. Si tuviera una empresa, me gustaría que ella me representara en el extranjero. Se crió en Alemania, descendiente de padres emigrantes, estudió en Florida, etapa en la que se casó, dio a luz y se divorció.

Tras dos entrevistas en Shenzhen y otra más en Guangzhou, me despedí de María. Cansado de aprender, llegué a casa, cené algo y me preparé para tomar mis primeras clases de chino junto a una chica catalana pizpireta que me ha quitado el honor de ser el más novel de los españoles en Guangzhou. Durante este día me deshice de muchos prejuicios ligados a la exportación y me percaté de que introducir un producto en el extranjero es tan extraordinario como dar a luz por primera vez. "Para una empresa familiar, no te puedes imaginar lo que supone ver su producto en una estantería china con un etiquetado chino. Es una bomba de oxígeno en forma de motivación para toda la familia, para los empleados y un aliento para seguir en esta línea y mantener la familia a flote", me comentaba María. Y mientras yo la admiraba cuando negociaba, me emocioné, pensando en esa familia productora de barritas dietéticas, una más de las muchas que germinan en España a base de tenacidad, sacrificio, esperanza e ignorancia idiomática y que en ese momento negociaba en China encarnada en una mujer internacional persistente y gladiadora, muchas veces vencida, pero nunca batida y que honraba el nombre de esa familia emprendedora en el mismo lejano oriente en el que Marco Polo se curtió.

Día a día me voy despegando más de España y me imbuyo en una rutina que me absorberá del todo calculo en un mes. Lo fantástico será más humano, los rascacielos infinitos, más pequeños y el novísimo metro, más ajado. Hasta que llegará el día en el que esos ingleses gordos a los que veo escasamente se conviertan en exóticos y los asiáticos en ordinarios. En apenas media hora llegaré a HK, y me acogerá esa sinfonía de hormigón que proyecta sus luces en el cielo.

domingo, 18 de marzo de 2012

primera semana en Guangzhou





Ha pasado una semana desde que llegué a China. Considero que en una etapa de un año, el primer mes no es más que la introducción de una historia que a la postre habrá de contener también un desarrollo y un desenlace.


Este primer capítulo pretende narrar las experiencias de un extranjero que se topa con China, tantas veces pensada, pero ninguna vivida. Los españoles y gente local que voy conociendo me preguntan con inquietud de estadístico si me habré encontrado bien o mal en mi primer choque con el país. Mi respuesta ha sido siempre positiva. No me da la impresión de estar en un país muy alejado de Estados Unidos, al menos en la apariencia física: edificios colosales, gigantescos, que pretenden mostrar el poderío de un imperio que emerge de vastos siglos de emperadores, a golpe de obras de envergadura que promociona un régimen capitalista disfrazado de comunista, calles asfaltadas, zonas de recreo novísimas y grandes cadenas comerciales que invitan a los nuevos ricos a probar de la fragancia efímera del consumismo.


Pero China apenas engaña a nadie. Detrás de ese teatro de edificios imperiales, se esconde la verdad de un país que se quiebra entre una clase alta demasiado rica y una clase baja demasiado pobre. Cerca de las manzanas desarrolladas permanecen todavía enjambres de calles, comercios y gente de una humildad extrema. Aunque no se prodigan tanto como en países cercanos, digamos Vietnam o Camboya, también aquí hay porteadores que en bicicletas cargan con mercancías de un volumen extremo en alforjas y sobre estructuras de hierro a modo de transportín en la parte trasera de sus bicicletas.


El gobierno chino ansía sobrepasar a Estados Unidos. Su obsesión es tal que han construído un país barroquizado a semejanza de uno de los grandes iconos estadounidenses, Manhattan. Sin embargo, hay cosas que siguen sin cuadrar, la aglomeración de miles de chinos en las horas punta en un metro recién estrenado que funciona como un reloj; los olores de los restaurantes chinos, baratos y de apariencia sucia que elaboran una comida sabrosa como nunca antes había probado; los pasos de cebra, en los que los coches tienen preferencia sobre los peatones; la polución; y la terrible condensación de humedad que arrastra el Pacífico que hace imposible pensar en ver el sol. Solo una vez lo he visto, ayer, someramente, y ya comprobé que es cierta la coquetería de las chinas, que se refugian bajo un paraguas para proteger la blancura de su piel, clave en el ideal de belleza.


También he comprobado la admiración que los chinos sienten hacia cualquier elemento que provenga de occidente, bien seamos las personas o sus productos, moda o estilo de vida. Las chicas se afanan por imitar la forma de vestir que han inculcado los modistos más importantes americanos y europeos, con marcas de renombre de la Quinta Avenida. Los hombres, más despreocupados (no tanto los jóvenes), se conforman con vestir americana y camisa. Los coches de lujo florecen como las margaritas en primavera, sobre todo, marcas japonesas como Toyota o Hiundai con modelos que en España no se venden, mientras que los rascacielos lo hacen como setas en otoño. Aquí rasuran las edificaciones laberínticas propias de la cultura china y levantan un conjunto de edificios de 30 plantas donde se podría alojar a toda la población de Conil.


La barrera más grande que he encontrado es la idiomática. Los chinos, como los españoles, apenas hablan inglés. las generaciones más jóvenes comienzan a hacerlo, pero con un acento tan marcado que a veces se hace imposible. El idioma chino es complicado, las palabras se forman con una o dos sílabas, cada una de ellas muy similar a cualquier otra que significa algo totalmente diferente. Si bien en el inglés la pronunciación es clave, aquí este aspecto se hace todavía más trascendente. Sin embargo, los chinos, cooperan por entendernos, bien sea por su afán negociador, siempre enfocado a ganar, o por esa sonrisa generosa y bisoña que siempre esconden tras su carácter impenetrable, especialmente marcada en los niños y jóvenes, volcados con el extranjero, ávidos de hablar inglés y examinar ese extraño ser de ojos avellanados que se interesa ahora por su país tras siglos de hermetismo.


El régimen comunista apenas se percibe en el día a día, salvo por la censaura y pocos detalle más. Ellos no tienen Facebook, pero tienen Kiu Kiu; no tienen what´s app, pero tienen su homólogo en China y así con Youtube y cualquier cosa. No tienen menos que nosotros, sino que tienen lo mismo, pero bajo el auspicio de su Gobierno. En la Oficina Comercial me encargo, entre otras cosas, de leer los periódicos en inglés escritos en Hong Kong para reseñar aquellas noticias que puedan interesar a los emprendedores españoles. El resto de periódicos, obviamente, está controlado por el régimen y la calidad de la información, por tanto, es menor. Aparte, en la oficina también nos encargamos de atender a empresas interesadas en traer su producto a China, hacemos servicios personalizados, creando agenda de contactos o listado de clientes que puedan facilitar la entrada de los productos españoles. El viernes, mi compañera Daniela y yo nos reunimos con un comprador de vino español. Este chino nos comentaba los entresijos de un mercado, el vitivinícola, tan importante y complejo a la vez. Al ya conocido afán chino de falsificar todo, hasta los vinos -nos comentaba-, se une la pobre imagen grupal del sector de vinos español por vender el producto al exterior. El bodeguero español no se ha preocupado hasta hace bien poco de exportar vino español más allá de las fronteras europeas. Ahora que acecha la crisis, se desmarcan en tropel por encontrar a importadores. Sin embargo, países americanos como Argentina o Chile, otros como Australia, Reino Unido y, principalmente Francia, nos han ganado la partida por ahora. Según nos explicaba, el exportador español debería cuidar mucho aspectos de imagen y márketing, como el envasado de las botellas, el etiquetado y el embalaje. "Al chino con dinero le importa más que la etiqueta del vino esté bien pegada y sin rasguños a que el vino que vaya a tomar esté falseado con añadidos de agua o zumos". Quiere decir que el esnobismo chino es tan radical que incluso son capaces de beber un Porto a Campei (de un trago) siguiendo las tradiciones culturales chinas en demérito de la ceremonia de beber un buen vino. "Si alguna vez estáis invitados a una reunión y se bebe un Porto a Campei, es preferible que no lo hagáis y comentéis por qué no lo hacéis a que os quedéis callado y colaboréis en desperdiciar un buen vino de esa manera", nos explicaba el importador chino.


Son muchas las vivencias que ofrece un país así en una semana, sobre todo si es la primera. Cada día se viven experiencias nuevas, las más útiles y anecdóticas las iré plasmando aquí. Eso espero. Os dejo algunas fotos, las que he hecho con mi móvil. Hay más, pero en cámaras que no son mías. La semana que viene voy a Hong Kong, me compraré un Iphone aprovechando que están más baratos y ya podré subir fotos de más calidad y prácticamente al instante. Un abrazo desde Cantón