Hace unos nueve
meses escribía en este blog mi primera entrada desde que estaba en China:
'Primera semana en Guangzhou'. Ese momento y este otro, marzo y noviembre,
comparten la misma estética. El frío húmedo se nos cala por los huesos dentro
de unas casas que como en las ciudades costeras del sur de España, no están
preparadas para el frío; el anquilosado cielo plomizo también se cala en las
imponentes fachadas de los rascacielos que imitan otro mundo hasta hacerlos
desvanecerse en el horizonte; apenas llueve y las horas de día se arrugan
alrededor de las cinco y media para dar paso a la noche.
Entre ese
momento y este otro, marzo y noviembre, el tiempo nos ha dejado en el camino ya
recorrido un día a día apasionante, la imposibilidad si quiera de construir una
rutina. Recuerdo estar entonces en mi otra casa, en la zona de Linhexi. Sentado
en una buena butaca de despacho, delante de una mesa generosa en tamaño que
comenzaba ya a acumular papeles que no volví a mirar hasta que me tocó la
mudanza en septiembre, escribí aquella primera carta. Una sola semana había bastado
para pintar de un solo trazo todo aquello que China me había entregado de
súbito. Eran semanas en las que uno salía a la calle con cámara en mano, mi
humilde blackberry, para captar todas esas curiosidades que quería compartir
con ustedes a través de este blog. Pero para comprender el contraste entre modernidad
y tradición, edificios colosales y mujeres que siegan el campo con sombreros
vietnamitas, hay que remontarse en el tiempo.
Hace menos de
50 años, Mao había vencido a los nacionalistas en la Revolución Cultural, y
quiso que todos sus ciudadanos tuvieran comida y ropa. Como si se tratara de
una escuela inglesa, todos los chinos vestían de la misma manera, traje azul
para los obreros, y uniforme verde sin galones, para los militares. Solo una
pluma que asomaba del bolsillo de la chaqueta diferenciaba oficiales de
soldados, porque unos sabían escribir y otros, no. Incluso el extranjero que
llegaba a China con dinero debía ajustarse a esta vestimenta, sin el privilegio
del dinero, teniendo que aportar una cartilla que cambiaba por una muda y por
platos de arroz con verdura, como los ciudadanos locales.
Solo 50 años
más tarde, el aspecto que presentan las principales ciudades de este país, en
nada se asemeja a aquella estampa de país fusilado. Sin embargo, la creencia de
su pueblo en una remontada común, provocó una transformación que países
vecinos, como India no han logrado. La satisfacción del progreso común por
encima de riquezas personales fraguó una remontada que a día de hoy ha situado
a China frente a Estados Unidos -país que apoyó al oponente de Mao, que acabó
refugiándose en Taiwán y que representa la otra realidad de China-.
A día de hoy,
son millones de chavales los que disfrutan de los logros de sus mayores en la
china continental, con el uso de teléfonos móviles de nueva generación, calles
asfaltadas, ascensores, escaleras mecánicas y metros; jóvenes y adultos que se
han habituado a conducir ferraris y lamborginis como si se trataran de renaults.
Esa teoría igualitaria de la sociedad, proletaria, ha dado paso a un
capitalismo disfrazado bajo la bandera de la hoz y el martillo. Funciona así y
nadie se pregunta por qué. No eligen a sus representantes, porque sus
representantes les han provisto de todo lo que necesitaban. Me comentaba el
otro día una compañera de trabajo: "No me imagino lo que este país sería si
pudieran votar, China acabaría siendo un mosaico de países". Como se ve,
los chinos, más o menos rurales, no sueñan con una democracia, no la mayoría de
ellos, porque de momento viven como nunca soñaron que vivirían. Hay bolsas de
pobrezas y barreras legales para el éxodo rural, pero se está avanzando para
que se facilite el salto del campo a la ciudad, según reflejan las estadísticas
de movimiento interno y el crecimiento exponencial de las grandes urbes.
Hoy día,
quedan reminiscencias de aquel tiempo pasado, pero que irán desapareciendo
conforme la clase media se asiente. A la hora de comer, bien a las 12 o a las
6, los vendedores ambulantes de comida se acercan a los puestos de trabajo con unas
cocinas móviles y se instalan en los alrededores de los rascacielos que están
siendo construidos; buscan a unos obreros tullidos por la malnutrición infantil
que descienden desde sus andamios en busca de una comida que engullen
afanosamente y que consiste en un plato de arroz con verduras. Pero lo que
antes se cambiaba por una carta de racionamiento hoy se paga con dinero. Sin
deshacerse de un casco que ya se les exige como norma de prevención laboral,
buscan cualquier escalón en la calle para sentarse a comer o, simplemente, se agachan
en cuclillas para tomar su ración. Lo hacen apartados y en un silencio soliviantado
por el chasquido de su boca abierta, como si se tratara de un perro que gusta comer
a solas su hueso.
¿Por qué es
tan común ver a los chinos descansando en cuclillas, una de las estampas más
comunes en ellos y tan extraña para los occidentales? Según ciertas teorías, se
debe a una posición corporal que adquirieron como forma de prevención a la
entrada de parásitos en el cuerpo a través de la piel. En los barrizales de los
países asiáticos es común que estos diminutos insectos atraviesen la piel
cuando el hombre se ponen en contacto con el suelo. Este bicho debilita al ser
humano. Sin embargo, muchas de las personas que portan este parásito ni
siquiera son conscientes, porque los alimentos hervidos que suelen consumir,
como arroces y verduras, son más fácilmente digeribles que los grasos que
tomamos en otras partes del mundo y que requieren un mayor trabajo intestinal.
Por eso hay turistas que durante sus viajes a Vietnam o China han contraído
esta enfermedad y no la padecen hasta que vuelven a Occidente.
Mezclado con
los audis, mercedes y marcas japonesas de coches, hay siempre un parque de
bicicletas que fielmente patrullan las calles alimentadas de una batería
eléctrica; portan cartones, bidones de agua, cualquier utensilio desechable mediante
el cuál se pueda obtener dinero como reciclaje. Su presencia en las calzadas,
unido a la indisciplina del conductor chino hacen de las carreteras un terreno
peligroso, con giros y piruetas que requieren toda la atención de quien va al
volante. Los pasos de cebra marcados en la carretera dan preferencia al coche y
simplemente marcan un sendero para atravesar la carretera. No para ningún
coche. Éstos ni siquiera respetan los cruces cuando el semáforo se ilumina en
verde para el peatón. Si se incorporan a una nueva calzada, el peatón no tiene
preferencia. "Sabemos que en realidad los peatones deberían pasar
primeros, pero desde chicos hemos visto que no se respetaban los pasos de cebra
y así lo hemos asumido", me decía otra compañera de trabajo.
El calor se ha
marchado ya definitivamente, hace casi tres semanas que apagamos el aire
acondicionado tras siete meses imposibles, en los que las chaquetas y
rebecas cogen polvo en el armario. En la retina guardo todas aquellas memorias
que harán de este año la experiencia más intensa jamás vivida, en las que se
mezclaron la observación, el aprendizaje, el trabajo en una Oficina Comercial
española, personas y amor.