Hacía 10 años que no visitaba
Barcelona. Me preguntaba por qué escritores de la talla de Pérez Reverte se
enamoran abiertamente de Madrid y apenas mencionan a Barcelona, una ciudad de
tamaño óptimo y esquinas cinceladas que la convierten en una de las joyas de
España y, por ende, del mundo. Y es que a Barcelona, que podría ser la niña
guapa de España, el ojito derecho, la tienen encerrada en un convento de
clausura, lleno de políticos panfletarios que a base de exprimir el árido tema
de la independencia han acabado por desnortar a esta niña guapa.
Cataluña y, por extensión, este
mosaico de país que armó la Constitución española con su diseño autonómico ha
ocasionado que ciudades del carisma de Barcelona se hayan desarraigado de toda
madre. ¿Qué opina usted de Cataluña?, le pregunté a un barcelonés charnego.
"Yo, si es para que seamos más ricos, no me importaría separarme de
España". Son respuestas desalmadas, sin corazón y encasilladas en la
sección de economía del periódico de la vida. ¿Qué corazón tienen los catalanes
si no les han dejado sentir por sí mismos? Los balcones de las fachadas de los
barrios con más solera, como el Gótico; o calles tan afamadas, como Las
ramblas, representan una "pataleta" de adolescente -según palabras de
este catalán charnego- en forma de señera. En la mayoría de estas banderas una
estrella inspirada en la independencia cubana reclama una vida aparte.
Barcelona sigue teniendo tirón en
el extranjero, gracias principalmente a tres factores, el fútbol, su
pertenencia a España y Gaudí. Este último imprimió en la ciudad un sello que la
hace única en el mundo, el modernismo y su fantasiosa arquitectura. El resto no
destaca sobre ninguna otra ciudad. Catedral gótica, la tiene mejor Sevilla;
mercado de la Boquería, lo tiene igual o mejor Madrid en San Miguel; playa,
apenas un llavero de arena y mar; Gracia, como Chueca o Malasaña; Paseo de
Gracia, tan imperial como la Gran Vía de Madrid; y las Ramblas y Colón, menos
que el triángulo que forman Callao, Puerta del Sol y Plaza Mayor. Sin embargo,
su posición geoestratégica, el arte contemporáneo que proyecta, la moda y su
ambiente cosmopolita la han encumbrado como una de las ciudades más visitadas
del mundo.
No voy a poner en duda el valor
de Barcelona, pero se vende mejor que Madrid. Hay muchos franceses que acuden
al consumismo barcelonés como acudirían al de Dior. Y hay mucho turista
embelesado por la estela que desde 1992 ha ido dejando esta ciudad. Estela que
se creó gracias a los hombros de todos los españoles.
Barcelona, que es la capital de
Cataluña, recolecta el furor actual de los opositores al estado español y
cualquier cosa que represente España, ya sea la bandera o la camiseta de la
selección. Hay más camisetas de España en una capital china que en toda
Cataluña junta. A base de electroshocks los catalanes han asumido que el hecho
de poseer una lengua les da permiso para separarse de una gran familia. Los
adolescentes, ávidos de aventura en una sociedad encarcelada en una democracia
endogámica, luchan hoy día por lograr un estado propio, enarbolando la bandera
de la libertad, la de la Unión Europea -no son tontos y saben a quién pelotear-
y rechazando la opresión de un estado español al que deberían darle el
reconocimiento mundial de blandengue. Opresión. Han desterrado de sus
establecimientos el idioma español. Las cartas de los restaurantes se leen
todas en catalán. Entiendo que en algunos barrios de Mallorca las escriban
únicamente en alemán, pero no entiendo que en la Boquería de Barcelona, repleta
de extranjeros y turistas españoles, las cartas no aparezcan en un idioma más integrador.
Contrariamente, resulta que el español sí les sirve para atraer a estudiantes
europeos y el inglés para decir Cataluña is not Spain. Pero el catalán escrito
en los menús de los restaurantes sirve para recordar a todos sus comulgantes
que Cataluña no forma parte de España. E imponen, como se impone en las
dictaduras, medidas por las cuales el sentido de estado, cultura y país imperan
sobre la conveniencia diaria de sus ciudadanos. En el metro y cercanías los
anuncios se dan en catalán, por lo que si te avisan de que el tren tuyo ha
cambiado de vía, quizá no te enteres.
En efecto, en Cataluña se impone
que un empresario escriba sus cartas en el idioma que el Gobierno le dicta y
hay inspectores que cobran bastante dinero por revisar los rótulos y los menús
de los restaurantes. Pero los que roban son los de Madrid. Como dice Tiziano
Terziani en 'El fin es mi principio', la historia de las civilizaciones se repiten
idénticas en distintas partes del mundo. Y ahora, el Gobierno catalán disfraza
en una supuesta opresión de España políticas que recuerdan a otros regímenes, como el
franquista, o a libros que avisaban del Gran Hermano, como el '1984' de Orwell. Sólo en territorios gobernados por regímenes dictatoriales (aunque estén disfrazados de democracia), como es el caso de Cataluña, o territorios invadidos como Palestina, se ven tantas banderas como en Cataluña o País Vasco.
El Gobierno catalán pretende
preservar un idioma que, de no haber sido preservado, estaría bastante más
marginado hacia pueblos interiores de Cataluña. No defiendo la extinción del catalán, pero sí digo que se mantiene artificialmente, ya que son más ciudadanos catalanes los que hablan español (99,7%) que catalán (78,3%). En Cataluña, charnegos e inmigrantes
han acabado por asumir que Cataluña es distinto y que debe de haber algo de verdad
en todo aquello que proclaman sus políticos desde el campanario del pueblo. Los
ciudadanos, en su mayoría, han optado por consentir y escurrir el bulto cuando
son preguntados. Como ocurre en las dictaduras. Prefieren no opinar a hacerlo y
cargar con la mochila de la repulsa social.
Con todo esto quiero decir que
Cataluña es el cortijo con el que han soñado políticos de varias generaciones y
que se fundamentan en una semilla revolucionaria que han hecho germinar pero
que no es más que una pataleta adolescente. Ahora, Mas, que porta el anillo,
también ha caído en las redes del hechizo y ha querido robarlo para asegurarse
el tesoro toda su vida. Sin embargo, los otros muchos que codician este anillo
le han arrebatado la gloria con la que otros muchos siguen soñando, la independencia
y un minúsculo hueco en la historia de la vida.
Hay catalanes que recitan como el
padrenuestro la historia del dinero que han perdido en beneficio del estado
español y los réditos que obtendrían de cabalgar a solas, pero otros muchos
españoles recitan como el avemaría los beneficios que Cataluña ha obtenido
gracias a su pertenencia a España. Y estos enfrentamientos verbales siempre
acaban en una espiral enconada que enfurece a una y otra parte. Yo miro a
Cataluña, sobrevuelo toda España para encontrarme con ella y, sin embargo,
cuando llego allí, percibo una hostilidad que hubiera cambiado por un
intercambio cultural entre dos pueblos, Cádiz y Barcelona. No recuerdo una cara
tan mustia como la del barcelonés cuando les he hablado con acento gaditano. Sería
precioso sentirse en casa, tanto por Madrid como por Barcelona o San Sebastián.
Escucho las opiniones de los
catalanes, me preocupo por entenderlos, pero están equivocados. Es mi visión y
tengo amigos allí. Pero si me callo, me traiciono.