"China es un elefante que crece a la velocidad de un antílope, mientras que el resto del mundo es un antílope que corre a la velocidad de un elefante"
España no está en crisis, sino sumida en un letargo de subvenciones y ayudas que levantaron la economía hasta su cima en mitad de la década pasada. Ahora, sus ciudadanos caen irremediablemente desde la cima de una montaña que para unos queda más alta que para otros. Ciertos empresarios y trabajadores, previendo esa cara menos amable de la montaña se refugiaron en trincheras desde las que atisban ahora el descorrimiento ladera abajo de miles de familias y políticos de buena y mala fe.
Las crisis son para quienes escalaron
por méritos propios y España lo hizo espoleado por agentes externos. Y a España
ahora le toca afrontar la realidad para evitar este sufrimiento; remangarse las
manos y trabajar el doble que el resto, a horas intempestivas, callar y producir; perdonar a quienes no lo hacen y transmitir esa aptitud disciplinada por medio del trabajo a modo de ejemplificación.
En mi mente anidan cada vez más
conceptos de otra cultura, especialmente la china, pero regada en realidad por
personas provenientes de decenas de países que la impregnan de una personalidad
fuerte y receptiva regida por las normas y costumbres locales. Todos estas
personas llegan a China por la misma razón, negocios. Nadie viene a China
porque sea un país hospitalario para con sus huéspedes, sino aceptando una
aventura de meses o años que permitirá a sus matrices conseguir réditos a
través de un mercado que crece a
un ritmo veloz inalcanzable para el resto del mundo. China es un elefante
que corre a la velocidad de un antílope, mientras que Europa es un antílope que
corre a la velocidad de un elefante.
Por otro lado, fabricar en China
sigue siendo eficiente, no solo por la razón monetaria, sino porque la calidad
de sus artículos cada vez es más satisfactoria. A pesar de que la mano de obra se encarezca en la costa este, su vasto interior empieza ya a asumir trabajos de menos cualificación pagados al mismo precio que en Vietnam o Indonesia y que hace unos años en China. Al final, uno acaba
interiorizando las reglas de juego del entorno en el que vive y ese entorno mío
es China y, más aún, el Sudeste Asiático y, por ende, el mosaico de matices de un resto del mundo al que accedes por el contacto con un entorno humano distinto del que creciste.
Dentro de este mundo global, y
haciendo una analogía con la anatomía humana, España se limita a ser un órgano más del cuerpo. Si hiciéramos una comparación entre la anatomía humana y
los países, podríamos decir que Sri Lanka no sería más que un grano en la
superficie de este cuerpo. Por su parte, España conseguiría más protagonismo,
siendo un radio, un cúbito o un esternón. Es decir, un elemento importante de
este mundo, pero no vital. Si valoramos a ciudades como Cádiz, entonces, hablaríamos de un poro de la piel o un vello capilar, por mucho que el ciudadano gaditano
sea peculiar o considere su porción de tierra como el centro del universo. Sin embargo, hay otros
países, otras ciudades cuyo funcionamiento suponen una especial importancia
para el resto del cuerpo -o del mundo-. Hablamos de países como
Estados Unidos, Francia, Reino Unido, Italia, Rusia, India, Australia, Japón,
Brasil, Turquía; o demarcaciones casi continentales, como sería el África
negra, el Golfo Pérsico o los países musulmanes de oriente próximo u occidente. En este
conglomerado se encuentran todos los órganos vitales del cuerpo, el corazón, el
cerebro, los pulmones, el riñón, el hígado, la sangre, las venas o el bazo.
Estos países representan una categoría que España alcanzó durante el gobierno
de Aznar, pero que rápidamente perdió. Para ir concretando más, la basura
política que se almacena en los telediarios, en los periódicos y en las
conversaciones de la calle huele a miles de kilómetros de distancia. Ese hedor
causa un alejamiento del resto de órganos importantes y de las células que en ellos habitan,
sus ciudadanos, hacia España. Solamente nuestro sol, nuestras playas y paisajes consiguen
reunir a extranjeros dentro de sus fronteras, pero con un sólo propósito, el
turismo.
Aterrizo en España y mi primera
parada es la Costa Brava. Uno pasa por allí y no encuentra hueco en sus
edificios sin banderas catalanas impostadas a causa de una
dictadura silenciosa, enfermiza y pija que como la artrosis, disminuye el resto de articulaciones del país. Días más tarde bajo a Málaga y escucho el silencio de una ciudad que, como muchas otras
ciudades, dormita por el verano y que prefiere soñar en clave de queja a
levantarse y reivindicar su dignidad del trabajo. Y finalmente acabo en Cádiz, en un
lugar donde cada genio actúa como satélite implorando derechos y sin aportar ideas comunes o capacidad de sacrificio para mejorar.
Y para colmo, los españoles que se encuentran con fuerzas para trabajar se topan con una ley cicatera que desanima al emprendedor, que
es más condescendiente con el trabajador que con el empresario, y con unos
políticos que se quedan con ese dinero limpio y honrado que los trabajadores y
los empresarios ganan para pagar cada mes los gastos públicos de un estado
social del que todos podemos beneficiarnos.
Por otro lado, España representa
la pasión, es el faro de la alegría del mundo. El rostro de una bailaora en
pleno arte no tiene parangón. Y las pasiones y la energía, tanto de su gente
como de sus cielos, atraen a millones de turistas cada año, tanto, que somos
uno de los cinco países que más turistas recibe. Desgraciadamente, los domingos
no abren las tiendas o tenemos casi tres meses de verano en los que el país
trabaja con servicios mínimos, por culpa de unos sindicatos que han recibido
demasiados caprichos de una democracia condescendiente que se desbordó dando
derechos sin exigir apenas obligaciones. Y quizá nadie tenga la culpa, quizá
sea solo causa de un clima que aplatana a la población.
Sin embargo, lo que queda por
venir son logros. Los niños de la generación perdida se han ido al extranjero a
encontrarse y a alimentar todos esos conocimientos que, mejor o peor,
aprendieron en sus colegios y universidades. Toda esa materia prima será
devuelta a España como producto terminado, porque nadie olvida de donde viene y
por qué son como son, por mucho que ahora huyan de un país apestado. De ahí que
debates tan pueriles como las independencias, o acciones tan adolescentes en
Cataluña, País Vasco o Galicia de gente que se limita a su televisión regional
para evitar contacto con el resto de los leprosos (no olvidemos que
ellos son también portadores de esa lepra) generen más contaminación en España de la
que ya hay.
Cuando uno se va fuera y vive con
españoles que persiguen el bienestar además de devolver a su país parte de la
dignidad perdida, esa pluralidad tan políticamente correcta de España se
transforma en singularidad de un país muy diferente con el resto de países. En
el extranjero los corruptos se desprecian por inservibles y los debates repetitivos
de política se evitan. Para qué. Al fin y al cabo, un empresario español, bien
sea en el extranjero o en España, solo percibe tres cosas de la política: que
paga muchos impuestos, que existe una gran pantalla opresora para el
crecimiento y que el dinero por cargas fiscales que pagan lo aprovechan
políticos de mucha y poca monta que salen de viveros de vividores. La mayoría
de ellos perdieron la ética cuando todavía enseñaban dientes de leche en su
carrera política. Los empresarios, por su parte, se centran en desarrollar
planes estratégicos para remar en una dirección que acabe por generar riqueza.
Lastimosamente, los políticos españoles y la sociedad aletargada anclada en la
queja añaden piedras a aquellos que se encargan de remar.