sábado, 8 de octubre de 2016

Sedimentos

Acoplado a la 'siderurgia' china, pasó la primera semana y ahora sentado en el otro extremo de la ciudad, en el escritorio desde el que sigo viendo la misma "aurora de rosáceos dedos -como describía Homero en La odisea-" cada mañana, se fragua la vida en los hornos del tiempo, que descubren una memoria que ha forjado un legado vivo en China.

Hace ya cuatro años y medio que escribía los relatos de mi primera semana en Guangzhou y durante el camino se ha ido cosiendo como retales de vida, una historia que mantiene su curso hacia el futuro como el río que ensancha y cuyos sedimentos se acumulan en recuerdos; unos quedan encallados en la margen y otros continúan hacia la desembocadura.

Son los hilos de la amistad, el amor; los hilos de las personas con las que trabajé, las que se fueron, las que volví a visitar y aquellos que como las aves van y vienen con las estaciones.

Del olfato me quedan las comidas, la basura amontonada en la mañana; el hedor de los ríos en donde la gente humilde se baña para sortear el calor. Me llevo el recuerdo de los metros saturados, en las ropas y las pieles; los subterráneos por donde circula la sangre de esta ciudad que esquiva el verano; el olor putrefacto de las clínicas públicas, de las casapuertas envejecidas prematuramente y el olor de los pasillos y de las moqueta de hoteles mediocres.

Del tacto me llevo el tórrido calor, el terciopelo, los cabellos tibios, las manos de seda y el amor.

Del oído, la queja eterna del extranjero, los cláxones, el carraspeo de gargantas casposas, el ácido idioma cantones, el esponjoso mandarín; la melosa treta; los truenos del cielo; los mercados y el arrítmico ruido. Y los barcos de carga caminando los anchos y enfangados ríos de las ciudades.

De la vista me quedo con la pobreza, los monzones, las despedidas, las nuevas caras y las ausentes; la muchedumbre, el gigantismo de los edificios, la pequeñez del pueblo enfrentado a la riqueza emergente; las llanuras de cemento entreverada de árboles tropicales de un tronco alimentado por las lluvias. Me llevo la belleza femenina de sus mujeres, su pudor y las leyes de la cultura, otrora arraigada y hoy trémula que persigue reencontrarse.

Y recuerdo sonrisas de dichosas conversaciones fútiles en las que como refugiados de nuestra España encontramos nuestros confesores; los que dejaron su hueco cicatrizado sustituido por otros nuevos peregrinos que ansiaban encontrar en este país un tesoro pregonado, a la postre inexistente. Aquellos que vinieron engañados y que finalmente encontraron acomodo en la rutina de siempre construida en un entorno apabullante.

De estas semanas, meses, años y días me llevo los países conquistados; las aguas bañadas; las arenas pisadas; las frutas comidas; los vientos soplados, los idiomas oídos y los paisajes vistos en horas de tregua sentado en autobuses con asientos, unas veces de cuero y otras de telas desvencijadas con ventanillas sin ventanas.

Los paseos de fin de semana por el Río de la Perla, en los que la sonrisa y la reflexión daban respuesta a la incertidumbre.

Y cada día me pregunto si estas gentes de ojos extraños jamás tendrán la oportunidad de ser engullidos sobre un paseo marítimo por el mar eterno del Atlántico; de ver las puestas de sol abigarradas de los cielos abiertos de España, los barcos perdidos en los horizontes; las catedrales y su huella fosilizada en pórticos y retablos de una historia atribulada. Me pregunto qué sentirían ante el silencio de un prado, ante el olor del césped mojado de la primavera, la brisa fresca, el eterno sol del verano, los cafés de mediodía y el aceite de oliva sobre el pan crujiente. Me pregunto si disfrutarían de nuestra lengua y sus refranes; de nuestros peces salados, nuestros acantilados desnudos y de los amaneceres desde un mirador.

Y como el ave migratoria que vuela sin patria, así me siento, nutriéndome de las raíces donde nací y a la vez arraigando en otros nuevas territorios.


De la primera semana vivida en Guangzhou me queda la nostalgia de aquella virginidad de los sentidos. Y tras casi cinco años, miro hacia atrás y veo el transcurso de un río caudaloso que transporta sedimentos, algunos de los cuales me acompañan y otros, varados en algún recodo, para siempre, en el sendero de una memoria, la mía.