miércoles, 25 de marzo de 2020

LA REVOLUCIÓN DE LOS BALCONES

Si fueron claveles los que pusieron las mujeres en la boca de los cañones de los tanques en Portugal, ahora son los balcones los protagonistas de una sociedad que cada 24 horas atiende a su única orden del día, el aplauso concertado, la dosis de aliento y el llanto de haber sucumbido a una cárcel preventiva, en la que los valores más primitivos se han arrojado a las calles como el estallido de sangre de una puñalada en el corazón. 

Como por una compensación de pesos, este virus sirve para equilibrar el despilfarro, el egoísmo, la ausencia de escucha y poner freno a una vida que nos lleva cuesta abajo hacia una curva de ansiedad y depresión disparatadas. Quizá este virus sea necesario para volver a saborear el mordisco de un melocotón tras haberte perfumado con su piel; quizá sirva para que cuando podamos volver a la playa sepamos oír el sonido de laarena; o quizá sirva para que sepamos admirar el vuelo de las aves, tendidos nosotros en el fresco prado de un campo regado en primavera. 

También sirve para recuperar después de decenas de años el silencio de las calles, para dejar el protagonismo a las palomas, a los gatos callejeros y a los remolinos de viento; para dejar a la naturaleza recuperar su aliento. Seguramente este confinamiento sirva para aprender a comer sin ansias, para saborear el rato de una taza de té, para admirar de nuevo la prosa y la poesía; o para admirar la plasticidad de nuestros cuerpos, que también necesitan recobrar su elasticidad y fortaleza revelándose ante las velocidades de las rutinas hostiles, túneles sin asideros, de luces de bohemia intermitentes.

También cuenta este confinamiento para limpiar nuestros hogares de ropas moribundas, para arreglar una lámparavarada y pintar paredes que siempre estuvieron ahí como espejos del tiempo. Sirve para repostar y recuperar aliento ante una sociedad que oprime con inmediatez. Vamos a ganar nuevos hábitos: el de la higiene, el de la paciencia, el de la disciplina, el de la autoridad. Vamos a descargar lastre de nuestra barca del ego, y vamos a ofrecer nuestro ayuda al vecino, que como las paredes, también nos reflejaban el paso del tiempo a través de sus canas más frondosas, sus narices más afiladas y sus espaldas más corvas.

Es época de Biblia y oración, es época de echar la vista atrás a la tan arrinconada e ignorada historia. Para encontrar en ella capítulos que calman nuestra desazón, capítulos en los que la vida reciente superó otras epidemias, en las que barcos provenientes de otras civilizaciones esparcían virus foráneos que como peregrinos visitaban las casas de los oriundos y mermaban familias y ciudades hasta la extenuación. Echar la vista atrás para seguir reconociendo que ningún rey del absolutismo vivió nunca tan a cuerpo como lo hacemos nosotros incluso cosificados en nuestros pequeños palacios de cristaleras, calderas, aguas que entran y salen, catres sin paja, comidas congeladas y ventanas infinitas al mundo a través de la tóxica televisión.

Esto sirve para aprender las cadenas de distribución, los engranajes de la economía, para tomar consciencia social y política, para estudiar de forma presente cómo las raíces de un Estado funcionan bajo un subsuelo que alimentamos inconscientemente, con lo mejor y lo peor de nuestros barrios.

Esta es la revolución de los balcones que miran un horizonte sin atalayas, sin fechas ni asilos, sin figuras pétreas ni flechas que indiquen el camino. Señalizaciones borrosas que quizá sean ya rescoldo ardido de la historia. Historia que escribimos, de cómo los humanos luchan por no sucumbir a los afilados dientes de su mente. Mientras, en contraste, mascotas de compañía, sin rumbos de razón, siguen su curso y su disciplina vital diaria. 

Dichosos los humanos que tenemos dioses a los que mandar oraciones, templos en los que digerir nuestros anhelos, calles en las que pasear nuestra quejumbra. Y montañas y mares en los que renovar nuestros sentidos.

Desde finales de enero, en pocas semanas, hemos pasado de observar a China desde el balcón de la curiosidad, de quedarnos atónitos ante una Italia que debía estar más lejos que esa Italia del Renacimiento, a ser nosotros los que atajamos el golpe de las olas que se rebelan contra la exterminación humana a la naturaleza, a la que contribuimos taurinos y no taurinos, vegetarianos y omnívoros. Hemos pasado de marcar los calendarios conviajes exóticos a convertir un paseo en la azotea como la mejor de las aventuras y una brisa de mar en el bálsamo más deseado. Un maremoto que se expande, volátil y etéreo entre fronteras sin murallas, civilizaciones sin religiones y cielos sin colores. 

No hemos querido asumir un escenario dramático, nos hemos burlado de los chinos y la fuerza de su virus, como si fuera otra pantomima histriónica que curan los científicos con medicinas y tubos de ventilación; el teatro manido de una gripe común que fuera más el fruto de la histeria que de la realidad. Y no ha sido hasta que nuestra infantería de médicos ha pedido auxilio que nuestro ego nos ha mandado a casa a encontrar refugio y nuestro cerebro ha reptado en busca de certezas en un bosque que ha perdido sus sombras y sus bebederos.

Esta onda expansiva, estos humos de rescoldo que se acentuaban a lo lejos, esos ecos de metralla, ya pertenecen a nuestro entorno, ya moran en nuestra rutina. La broma de la negación ha dejado paso a la seriedad de un tiempo que el calendario señalaba como 18, 19, 20, 21… y que se han ido borrando hasta quedarse como el horizonte de los balcones, sin marcos en los que escribir nuevos números, nuevas fechas, nuevos tiempos que eran, hasta entonces, nuestros tiempos.

sábado, 8 de octubre de 2016

Sedimentos

Acoplado a la 'siderurgia' china, pasó la primera semana y ahora sentado en el otro extremo de la ciudad, en el escritorio desde el que sigo viendo la misma "aurora de rosáceos dedos -como describía Homero en La odisea-" cada mañana, se fragua la vida en los hornos del tiempo, que descubren una memoria que ha forjado un legado vivo en China.

Hace ya cuatro años y medio que escribía los relatos de mi primera semana en Guangzhou y durante el camino se ha ido cosiendo como retales de vida, una historia que mantiene su curso hacia el futuro como el río que ensancha y cuyos sedimentos se acumulan en recuerdos; unos quedan encallados en la margen y otros continúan hacia la desembocadura.

Son los hilos de la amistad, el amor; los hilos de las personas con las que trabajé, las que se fueron, las que volví a visitar y aquellos que como las aves van y vienen con las estaciones.

Del olfato me quedan las comidas, la basura amontonada en la mañana; el hedor de los ríos en donde la gente humilde se baña para sortear el calor. Me llevo el recuerdo de los metros saturados, en las ropas y las pieles; los subterráneos por donde circula la sangre de esta ciudad que esquiva el verano; el olor putrefacto de las clínicas públicas, de las casapuertas envejecidas prematuramente y el olor de los pasillos y de las moqueta de hoteles mediocres.

Del tacto me llevo el tórrido calor, el terciopelo, los cabellos tibios, las manos de seda y el amor.

Del oído, la queja eterna del extranjero, los cláxones, el carraspeo de gargantas casposas, el ácido idioma cantones, el esponjoso mandarín; la melosa treta; los truenos del cielo; los mercados y el arrítmico ruido. Y los barcos de carga caminando los anchos y enfangados ríos de las ciudades.

De la vista me quedo con la pobreza, los monzones, las despedidas, las nuevas caras y las ausentes; la muchedumbre, el gigantismo de los edificios, la pequeñez del pueblo enfrentado a la riqueza emergente; las llanuras de cemento entreverada de árboles tropicales de un tronco alimentado por las lluvias. Me llevo la belleza femenina de sus mujeres, su pudor y las leyes de la cultura, otrora arraigada y hoy trémula que persigue reencontrarse.

Y recuerdo sonrisas de dichosas conversaciones fútiles en las que como refugiados de nuestra España encontramos nuestros confesores; los que dejaron su hueco cicatrizado sustituido por otros nuevos peregrinos que ansiaban encontrar en este país un tesoro pregonado, a la postre inexistente. Aquellos que vinieron engañados y que finalmente encontraron acomodo en la rutina de siempre construida en un entorno apabullante.

De estas semanas, meses, años y días me llevo los países conquistados; las aguas bañadas; las arenas pisadas; las frutas comidas; los vientos soplados, los idiomas oídos y los paisajes vistos en horas de tregua sentado en autobuses con asientos, unas veces de cuero y otras de telas desvencijadas con ventanillas sin ventanas.

Los paseos de fin de semana por el Río de la Perla, en los que la sonrisa y la reflexión daban respuesta a la incertidumbre.

Y cada día me pregunto si estas gentes de ojos extraños jamás tendrán la oportunidad de ser engullidos sobre un paseo marítimo por el mar eterno del Atlántico; de ver las puestas de sol abigarradas de los cielos abiertos de España, los barcos perdidos en los horizontes; las catedrales y su huella fosilizada en pórticos y retablos de una historia atribulada. Me pregunto qué sentirían ante el silencio de un prado, ante el olor del césped mojado de la primavera, la brisa fresca, el eterno sol del verano, los cafés de mediodía y el aceite de oliva sobre el pan crujiente. Me pregunto si disfrutarían de nuestra lengua y sus refranes; de nuestros peces salados, nuestros acantilados desnudos y de los amaneceres desde un mirador.

Y como el ave migratoria que vuela sin patria, así me siento, nutriéndome de las raíces donde nací y a la vez arraigando en otros nuevas territorios.


De la primera semana vivida en Guangzhou me queda la nostalgia de aquella virginidad de los sentidos. Y tras casi cinco años, miro hacia atrás y veo el transcurso de un río caudaloso que transporta sedimentos, algunos de los cuales me acompañan y otros, varados en algún recodo, para siempre, en el sendero de una memoria, la mía.

viernes, 12 de febrero de 2016

Maite Ariño García

OBITUARIO

Hacía al menos seis años que no volvía a Ceuta, y aunque sea con el pensamiento y la palabra, hoy lo hago desde mi lugar de residencia, China, para rendir homenaje a la que fue mi segunda abuela materna, no la madre de mi madre, pero sí la mujer que despidió a mi abuelo el coronel Ligüeri en 2002, su mujer durante la infancia, adolescencia y edad adulta de mis tíos y mi madre. De mi abuelo usé su apellido como seudónimo para publicar mis fotos como reportero en aquellos maravillosos años que pasé en Ceuta como periodista en El Pueblo de Ceuta. Y ella me recriminó un día que atribuí a mi abuelo el cargo de ex coronel de la Legión. Y ella me corrigió, con razón: “No es ex coronel, porque nadie lo echó ni se marchó, tu abuelo  es antiguo coronel”. 

Llegué a Ceuta en plena primavera de mi vida, en 2007, con tan solo 23 años. Me alojé en un par de pensiones esperando a que mi abuela Maite Ariño me hospedara en su casa cuando regresara de Fuengirola. Allí tenía una casa donde solía pasar temporadas jugando a la Brisca con sus amigas, abriendo en la incipiente senectud los cajones de la memoria en donde se guardan los capítulos de la lozanía: los maridos que ya no estaban, las etapas de Ceuta en donde los militares daban lustre a Casinos Militares, calles Reales y Revellín, entre Hacho, barquillas y domingos de García Aldave con Banderas llenas de legionarios de barba y duros como el coñac. Y entre picantes comentarios y alguna copa de whisky se iban bebiendo los días entre Fuengirola y Ceuta. Y después de dos días despistado en Ceuta llegó ella y me alojó en su casa de la calle Ingenieros, en la que dormí por última vez hace casi 10 años y de la que me fui sin despedirme, como un día más de camino a la redacción de El Pueblo en la Rivera y a punto de mudarme a mi casa del Paseo de las Palmeras. Y allí empezó mi idilio con ella, pues sin mucha cercanía en la infancia, nuestro reencuentro ya en época madura fue más cálido: me reía cuando compartía secretos conmigo, cuando me revelaba las travesuras con sus amigas y me enternecía cuando se preocupaba por mí o hablaba del abuelo como si acabara de irse a algún mercado de baratijas para regresar después.

Algún día íbamos juntos al Casino Militar a comer los menús del día, con la ensalada variada de regalo que nos sabía a gloria. Y otros días nos sentábamos a tomar pasteles en el Revellín. De mis tíos, madre y abuelo, Maite era el único rescoldo de la familia que aún seguía andando la calle Real y cruzando el Estrecho con regularidad.

Más tarde, cuando se marchó a Sevilla para estar más cerca de su hijo, mi tío, también me hospedó en su casa. Y como siempre pasa con las escaleras del tiempo, cuando nos deja alguien querido, me gustaría que volvieran a la vida los que se marcharon y, llenar nuestra ignorancia de historia reciente con lo mucho vivido por ellos. Porque con Maite se va un pedacito de La Legión, de Ceuta y de Casino Militar, de aquella época elegante, en la que Ceuta era el cornetín de España, la infantería del país y una generación de luchadores que nos va dejando huérfanos.

Descanse en paz mi querida Maite.