martes, 10 de abril de 2012


Muchas veces he sentido la necesidad de saber tocar la guitarra para dar vida a esas palabras que solo pueden ser hiladas a través de la música y que no atinan con otro formato, pero como solo sé escribir, me toca desquitarme sin música pero con palabras, el consuelo más ancestral. Decía el poeta que los mejores versos se escriben en los peores tiempos. Ya no corren esos tiempos de hambruna y migración, muerte prematura y nacimientos de fetos muertos, pero corren unos tiempos en los que a uno le sobra todo lo que tiene y solo le falta el cariño que ha perdido por el camino. 

Comentaba un empresario experto en motivar al personal que esta nueva forma de vivir, en la que uno no muere hasta los 90 años implica que ya no haya una fidelidad eterna hacia la empresa en donde se madura y envejece; que es muy difícil mantener el amor fielmente durante 50 años sin aborrecer si quiera un instante a la otra persona; que uno necesita motivaciones temporales, proyectos parciales, que nacen y mueren. Y así hasta el final, porque necesitamos actividad, porque nacemos niños y morimos niños, meándonos encima. 

Por eso hay días en los que uno necesita sentarse y ordenar el cajón de la memoria para dejar espacio a los momentos que llegarán y saber que los que pasaron van tomando el color amarillo de la nostalgia, que nunca se desintegrarán pero que irán fosilizando sin retorno, como ese niño que crece y que ya no volverá a ser niño. 

Jamás sabré si haberla forzado a que tomara otro camino habrá sido la decisión acertada, pero cada vez la veo más pequeña, alejándose sin retorno, asomado desde el balcón de los recuerdos.

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