domingo, 2 de septiembre de 2012

Bali, una sonrisa tropical (y III) y Java


11/8/2012 Tránsito a Java, cambio de religión, paisaje y pensamiento

Se dice que en cualquier viaje que sobrepase una semana siempre debe haber algún día de descanso. No visitas, no transportes, no madrugar... El 'siervo' de más categoría de la villa nos condujo desde Ubud hasta Sanur por un precio razonable, 150.000 rupias, unos 14 euros aproximadamente. Tuvimos que regatear, como de costumbre. Quizá los precios de partida en este país sean incluso más irrisorios que en China, donde se acercan más a la cantidad que finalmente vais a acordar para cerrar el trato. Era el día en que nos separábamos de Javi para irnos a Java y él regresar a Hong Kong.

Por la tarde cogimos un vuelo que nos había costado 25 euros, con la línea de bajo coste más reputada del mundo, Air Asia. Éramos muy pocos los viajeros y apenas nos llevó 45 minutos aterrizar en Sumatra. El aeropuerto de Bali no difiere en estilo del resto de la ciudad. Se trata de un edificio de dos plantas, con tejas y muy poca ornamentación, como si entraras en un chalé grande. Las puertas de embarque, muy cercas las unas de las otras y sin apenas asientos para el pasajero, recuerdan más a una estación de autobuses que a un aeropuerto. Echamos de menos más señalizaciones, más luminosos con indicaciones, más orden. Allí, los representantes de las compañías se movían por las diferentes colas anunciando modificaciones repentinas en las puertas de embarque, ora aquí, ora allí. Y siempre con la maleta a cuestas, rodando por el suelo.

Una vez descendimos del avión en Sumatra, reconocimos otro continente. La religión había cambiado y con ella, todo el panorama, el comportamiento de sus gentes. En realidad solo habíamos recorrido unos 600 kilómetros, y nos encontrábamos en el mismo país, pero del hinduismo habíamos pasado al musulmán. ¿Cómo es posible que los islamistas hayan llegado hasta esta parte del mundo? Si se dan cuenta, aparte de Bali y algunas islas cercanas, el resto del territorio indonesio es mucho menos turístico. Las playas, los paisajes y los animales son los mismos, sin embargo, las personas, sujetas a su religión, los hacen diferentes. Bali, una isla receptiva, llana, amable, sonriente; Java, una isla más hermética, desquiciada, desordenada, exánime.

A la salida del aeropuerto nos esperaba nuestro nuevo chófer, más joven y sospechoso que Muke. Eran las 7.30 de la noche. Al estar en invierno en el hemisferio sur, las horas de sol disminuyen. Es ramadán y nuestro conductor no ha comido, parece que tiene prisa. Nos avisa que quedan tres horas de viaje hasta alcanzar el hotel de Bromo, donde pasaríamos la noche para madrugar a las 3.30. Se puso manos a la obra y los adelantamientos se sucedieron.

Quítense de la cabeza las carreteras españolas, donde reina el orden y el respeto a la seguridad vial; piensen en carreteras de uno o dos carriles, por donde desfilan camiones que transportan mercancías que no cumplirían los preceptos de seguridad de carga en España; piensen en ríos de motocicletas, con y sin casco, con dos o más ocupantes; piensen en una carretera sin iluminación, en coches que no tienen luces y en conductores que adelantan por derecha e izquierda, por el sentido opuesto o por el arcén donde suelen agruparse las motos. No hay autoridades que detengan a nadie por hacer garabatos en la carretera. Con todo esto, lo mejor es encomendarse a la pericia del piloto y pensar que lleva años trabajando en esto y que todavía sigue aquí. ¿Por qué iba a tocarnos a nosotros? Aun con la desazón interna, el sueño nos venció y pasamos parte del trayecto dormidos, neutralizando con los minutos los continuos frenazos y acelerones del conductor; los pitidos y volantazos. Para terminar, llegamos a Bromo por un desfiladero. Estábamos en otra furgoneta Suzuki,  la misma de Muke, pero ésta, mucho más exprimida que la otra. Eran las 12 de la noche cuando llegamos. El frío nos avisaba de que a las 3.30 de la mañana sería aun peor. Estábamos a más de 2.000 metros de altura. Lo primero que hicimos fue alquilar dos chaquetones para vencer las bajas temperaturas de la madrugada. Sandra nos había avisado de las condiciones de Bromo, de que nos equipáramos. Pero nosotros habíamos planificado el viaje obviando el frío. Nos dormimos en un instante bajo unos edredones que nos aislaban de la baja temperatura de la habitación. Por entonces, fuera no pasaríamos de los 6 grados.


12/8/2012 Volcán de Bromo, un paisaje lunar

Amanecer junto al volcán de Bromo
Por la mañana nos esperaban los jeeps en la entrada del hotel. Nos habíamos vestido con pantalones largos, un par de calcetines, camiseta, camisa, sarum haciendo las veces de bufanda y un chaquetón mugriento y desvencijado a causa del uso diario de otros turistas. Con todo, hacía frío. Noche cerrada, solo quebrada por los faros de los jeeps que nos subirían hasta la ladera de Penanjakan, desde donde avistaríamos, de un lado, el amanecer de las cimas de Windodaran y, del otro, el lunático cráter de Bromo y sus hermanos volcanes.

Dentro del jeep nos acompañaban a Pablo y a mí una pareja de amigas francesas al frente del vehículo y una pareja holandesa sentada de lado frente a nosotros. Los tres grupos manteníamos la boca cerrada en una lucha interna por asumir que estábamos despiertos y que íbamos a saborear unas imágenes imponentes. A los 50 minutos de ascensión por carreteras sinuosas y pedregosas, el coche se detuvo y nos dejó en la carretera. Había otros tantos jeeps y otros tantos turistas en las mismas condiciones que nosotros. Sandra nos había precavido: tendríamos que andar cuesta arriba durante casi 30 minutos y durante el camino nos encontraríamos puestos de café, alquiler de abrigos, bufandas, gorros y guantes. Al contrario que ella, que se había perdido en medio de la montaña cuando le tocó ir, nosotros habíamos cuidado de no perdernos y seguimos al grueso de personas, con nuestra linterna encendida, que para el caso, no nos hizo mucha falta. Dimos con el mirador y cuál fue nuestra sorpresa de toparnos con un abigarrado número de turistas, más o menos silencioso, pero perfectamente posicionado para no perder detalle. Y de nuevo las centenares de cámaras de foto luchando por ser la más rápida, la más avezada. Como si el hecho de respirar al aire libre le quitara a mi acompañante de al lado partículas de aire que no respiraría. Lo mismo sucedía con las cámaras. Fue el primer haz de luz del amanecer y los flashes haciendo un trabajo inútil. Por su impaciencia, daba la sensación de que el amanecer durase 30 segundos y no hubiera más tiempo.

En frente se descubrían las cabezas de dos montañas vestidas por un manto de nubes; a la derecha, la respiración del volcán que resultaban ser exhalaciones de humo desde el infierno.
Pablo con Bromo a la espalda
Poco a poco, los turistas, sin que el sol hubiera si quiera aparecido en toda su inmensidad, comenzaban a irse, con el propósito de coger el jeep, evitar el tráfico y subir en primera posición a avistar el cráter de Bromo: mutismos adquiridos en una vida de constante pelea por ser más tunante que el compañero. Muchos se perdieron las imágenes más bonitas, esas que sus cámaras no habían captado por la agonía de la precocidad.

Nosotros descendimos a las 6.30 de la mañana ya hacia Bromo, por una carretera infernal, solo apta para todoterrenos. Bromo se aparecía ante nosotros como los desiertos de Arizona, arena y más arena. En este caso, ceniza volcánica que nos obligó a cerrar las ventanas. Pero el alivio duraría poco tiempo. Los caballos comenzaron a cabalgar a los laterales del coche y los chicos que los montaban anunciaban ya el alquiler de éstos. Pagamos unos ocho euros porque el caballo nos llevara hasta el comienzo del cráter. Otros turistas habían elegido hacer el camino a pie, prácticamente un kilómetro de ceniza volcánica incandescente revoloteando en el aire y colándose por la nariz.

Poni que me condujo hasta el cráter
Ascendimos al cráter resbalando por el borde de una escalera estrecha atestada de turistas. Nos costó más esfuerzo subir por donde no había escalones, pero así sorteábamos media hora de cola. El cráter era inmenso, no se veía el fondo, pero sí lo peligroso de resbalar por allí y caer. No había sujeción alguna y había que andar con mucho cuidado. Apenas nos hicimos unas fotos y descendimos, esta vez por las escaleras. Yo veía a Pablo 20 años más viejo, con una cara gris y un pelo canoso por culpa de la ceniza. Picaban los ojos y respirar se convirtió para él en una tortura sin sarum; suerte que yo me lo había traído, a modo de bufanda primero, y luego de mascarilla.

En el hotel nos duchamos, desayunamos y nos marchamos algo más tarde de las 10 de la mañana. Nos quedaban aproximadamente 6 horas para llegar a Kawa Ijen, nuestro próximo volcán. Almorzamos en una venta en la que paraban todas las furgonetas que habían contratado el mismo viaje que nosotros, Bromo e Ijen en un mismo paquete.

Nuestro conductor seguía haciendo diabluras con el coche, nuestra furgoneta era la más rápida de todas y eso nos dificultaba el hecho de conciliar el sueño y descansar, no solo por lo turbulento del manejo del piloto, sino por los baches de las carreteras y, sobre todo, por el sufrimiento de pensar que en cualquier momento tendríamos un accidente. A falta de una hora y media para llegar al destino, andábamos por carreteritas que nos iban enseñando el comienzo de la ascensión. Rebasamos decenas de poblados repartidos por la isla en donde vivían de la artesanía y, principalmente, de una agricultura que se iba pareciéndose cada vez más a la de Bali, ya que nos dirigíamos hacia la costa este de Java, la que está más pegada a la isla hinduísta.

Tanto Pablo como yo estábamos despiertos, llevábamos un rato hablando de las condiciones laborales de los indonesios. Los camiones que transportaban cañas de azúcar se sucedían en la carretera con destino a las fábricas de producción. Luego de todo este proceso de obtención del azúcar, en España y otros países desarrollados, nos encontramos los paquetes de este alimento a un precio menor en los supermercados, pero nunca pensamos en toda la labor anterior. ¿Cuántos cañas de azúcar tendrá que transportar un conductor de camiones para ganar lo que vale un paquete de azúcar en España?

Nos disponíamos a cruzar un puente, el chófer conducía a 60 por hora por unas carreteras angostas y bacheadas. De repente, nos topamos con un estrangulamiento en la carretera y un camión que venía de frente nos obstaculizaba el paso. El conductor frenó en seco. Un segundo más tarde, que duró como una eternidad, se escuchó un golpe seco mortal en el trasero de la furgoneta. Pablo y yo nos giramos, el conductor miró por el retrovisor y todos vimos lo mismo. Una moto tipo vespino a un par de metros que ocupaba la mita de la carretera y a seis metros el único ocupante de la moto, un hombre de unos 30 años, de pequeña estatura y sin caso que probablemente ya estaría muerto. Dos señoras que trabajaban en las casas junto a la calzada salieron y se llevaron inmediatamente las manos a la cara; otra familia apareció de la esquina de la calle, a la derecha de nuestro coche y sus aspavientos nos confirmaban que aquello era una tragedia. Una aldea, en medio de la nada, sin hospitales, sin helicópteros; una regulación de tráfico que no sanciona el no uso del casco y unas carreteras sin señalizaciones y con conductores inconscientes. Media hora más tarde, compañeros de la excursión pasaron por el mismo sitio y nos aseguraron haber visto imágenes dantescas, todo un pueblo junto al cadáver. Nosotros apenas estuvimos allí 15 minutos. Reclamaron al conductor que saliera, pero cuando explicó el accidente y se comprobó que él no era el causante de la muerte de aquel chico, los paisanos le dejaron marchar. Mientras tanto, Pablo y yo, dentro del coche detenido, veíamos decenas de gente saliendo en tropel de las casas. Todos, como si fuera un reguero de pólvora que se consume, iban saliendo de sus casas avisados no sé cómo. Acontecimientos de este tipo en un pueblo calmado y donde todos se conocen, incluso la víctima, provocan una curiosidad multiplicada. La tragedia es aún mayor y, si cabe más, en fechas de Ramadán.

Nos fuimos de allí, con un coche en el que se hizo el silencio, un conductor nervioso y nosotros dos planteándonos cuestiones existenciales en nuestras cabezas. Nos quedaban dos días y medio de visita en Indonesia, pero ya sabíamos que no serían lo mismo desde aquel momento. Son decisiones de milésimas de segundo que dan un giro a la vida y que se nos indigestan en la mente.

Como digo, la velocidad de nuestro coche hizo que llegáramos los primeros a la villa desde la que a la mañana siguiente saldríamos a Ijen para ver la mina de azufre. No eran las 4 de la tarde si quiera, habíamos llegado antes de lo previsto. A la hora comenzaron a aparecer el resto de huéspedes de aquel hospicio en medio de la naturaleza. Hasta nosotros llegaba el rezo de un imán desde no se sabe qué minarete. Un rezo impasible que nos taladraba los oídos. Suerte que topamos con unos compañeros de viaje exquisitos, dos amigas, Marta y Antonia, barcelonesa y malagueña, y una pareja, Toni y Cris, barceloneses también. Pasamos la tarde noche con ellos y a las 9 nos fuimos a la cama. Pablo llevaba ya una hora en el cuarto, se encontraba mal y a mí me sucedió lo mismo antes de meterme a la cama. Fue una noche horrible, sin dormir por culpa de algún alimento en malas condiciones que habríamos comido. Cada vez quedaba menos tiempo para que dieran las 4 de la mañana y nos despertáramos rumbo a un volcán que aparte de su atractivo visual, nos impresionaría por las condiciones de trabajo de sus mineros.


13/8/2012 Kawa Ijen, mineros, azufre y occidentales

Minas de azufre, Ijen
La noche había sido horrible para Pablo y para mí. No hizo falta que sonara el despertador para madrugar. A las 3.30 ya se escuchaban las voces y pasos de los primeros turistas que se dirigían al comedor para tomar el desayuno. El humo de las furgonetas se colaba por las rendijas de las claraboyas de nuestra habitación y nos avisaba de que pronto tomaríamos el camino hacia la cima del volcán Ijen, la aventura más excitante de todas y la que más respeto nos causaba en el viaje. Tanto Pablo como yo contábamos con una impresión previa del sitio al que nos dirigíamos. Jon Sisitiaga había retratado las minas de azufre de Ijen en uno de sus reportajes en Canal Plus. No obstante, a pesar de que la televisión nos transmite imágines únicas y nos puede transportar a cualquier sitio, no existe ningún invento que sea capaz de reunir todos los sentidos como cuando se presencia in situ.

Nuestro conductor nos dejó en la ladera de una montaña. Durante el camino, en el horizonte, observamos hileras de humo saliendo de detrás de una montaña. Habíamos dejado atrás unos 15 kilómetros de subida, una hora de coche y ante nosotros se presentaban el frío del amanecer y un sendero ligeramente inclinado que debía conducirnos hacia las imágenes que Sisitiaga nos había adelantado hacía meses. No podía quitarme de la cabeza las tomas de los mineros atrapados en la masa de humo, el periodista descendiendo a un cráter envenenado de azufre, un material que sirve como ingrediente de los utensilios más diversos, desde material farmacéutico, hasta una cerilla o fertilizante. Aquellos hombres se anudan un trapo al cuello, lo mojan en agua y con ello respiran, aplacando el daño que tragar aquello supone para la salud.

Al comenzar el camino nos encontramos con nuestros cuatro amigos españoles que habíamos conocido en la última tarde. A medida que caminábamos ladera arriba, el frío atenazador de la madrugada se neutralizaba con corrientes de aire caliente similares a las corrientes marinas en las orillas de las playas del Atlántico. Aquel aire, sin darnos miedo, nos provocaba respeto. En el suelo veíamos esparcida arena amarilla, pedazos de aquel mineral que se había convertido en una atracción turísticas. Decenas de occidentales subían aquel sendero, que se empinaba por momentos, para contemplar el sufrimiento de unos mineros trabajando en unas condiciones deplorables para ganar apenas 4 dólares al día en dos descensos a aquella mina traicionera que acortará sus vidas. Entre los mineros y los occidentales solo había una diferencia evolutiva. Ellos seguían sumidos en el arte de la artesanía, en la carpintería más rudimentaria o en la pesca como sustento vital. Aquellos mineros exprimían su cuerpo, con toda la grandeza que una constitución humana ofrece, para proveer a sus familias del dinero para comer y dormir caliente. Los occidentales simplemente les llevamos ventaja en el tiempo.

Un minero pesando su mercancía
Y a las 6.15 de la mañana nos cruzamos con el primero de los mineros. Como dispuso Woody Allen en la Rosa Púrpura del Cairo, cruzábamos la pantalla de televisión para convertirnos en protagonistas de aquel reportaje de Sistiaga. Él no estaba, pero sí sus protagonistas, sí el olor abrasador del azufre, sí aquellas espaldas bacheadas de unos hombres menudos, de tez negra y dientes saltones que bajaban aquella ladera con una técnica compartida que emite un sonido repetitivo, el del soniquete de un listón de madera de una flexibilidad inverosímil que sujeta en sus dos extremidades los cestones en los que se depositaban los 80 kilogramos de azufre. Sin embargo, su marcha se volvía cansina, pesada, equilibrada y constante, como la de una penitencia, cuando subían aquel cráter y se encaminaban al descenso de la montaña. Aquella subida a los labios del cráter, de quizá 800 metros de longitud, era un terreno de trampas, terraplenes y piedras que les llevaba algo más de 25 minutos. Tenían estudiado en qué piedra debían situar cada pie, en qué momento debían cambiar de hombro la carga y la técnica que debían emplear para mantenerse erguidos y evitar que aquel volumen de azufre los destruyera.

Observándolos, se agudizaba el contraste entre ellos y nosotros. Ellos, escalando aquellas rampas o descendiendo aquella ladera empinada con unos zapatos erosionados, con unas camisetas desvencijadas y sin más ayuda que su cuerpo; nosotros, turistas rubios con pantalones nuevos, zapatos con suela de relieve, bastones de esquí y gotas de sudor como moscas. Entonces pensabas si los dignos de piedad serían ellos o nosotros. Decenas de franceses, alemanes, italianos, españoles, holandeses nos habíamos despertado a la misma hora que los mineros, pero a diferencia de ellos, lo habíamos hecho después de dormir bajo unas mantas que nos habían mantenido calientes, después de habernos dado una ducha caliente y haber desayunado café y tostadas. Habíamos sido conducido hasta esas minas por un chófer y todos nos creíamos héroes por estar allí subiendo tres kilómetros de una ladera benévola en medio de la naturaleza, plantados en la boca de un volcán y tomándonos fotos con ellos como si fueran monos de feria. Ninguno de nosotros éramos capaces de sostener sobre nuestros hombros esos cestones cargados de azufre y, sin embargo, todos lo intentamos, sin técnica y vencidos por la obviedad, para captar la foto. Imaginen ser un minero de aquellos, terminando de ascender por aquel cráter y topándose día tras día con pandillas de carasblancas, gente que portan cámaras de foto, móviles que ni siquiera están a la venta en aquellos pueblos indonesios. Poniéndome en su pellejo, ¿no pensarían ellos que los desgraciados son los occidentales, gente asfixiada al subir una ladera, que no tolera el roce de la naturaleza? ¿No creen que ellos se llevarían las manos a la cabeza si nos acompañaran un solo día en cualquiera de las capitales occidentales, caminando en esas catacumbas del metro, subiendo hacia las oficinas en ascensores que huelen a chanel, absorbidos por el consumismo y enfrentándonos a los códigos de un ordenador que nos atrapa durante ocho, nueve, diez horas de día sentados en sillas cómodas que acaban curvándonos la espalda de la misma manera que aquellos listones de madera incrustados en sus hombros les dejan bolas de grasa de por vida? Observándolo así, tampoco hay tanta diferencia entre ellos y nosotros, salvo la evolución en el tiempo y el formato de vida. Sin embargo, aquellas imágenes de los mineros portando azufre nos reafirmaban, y diría también que nos reconfortaban de alguna manera.

Con la visita al volcán de Ijen nos despedíamos de nuestro programa de actividades en Indonesia. Aquel día, junto con Toni y Cris, nuestros amigos catalanes, cruzamos el pequeño estrecho del Índico que separa la isla de Java con la de Bali en un ferry de aspecto deplorable, pero extremadamente barato, apenas 0,60 euros. A pesar de que la gasolina sea tres veces más barata aquí que en España, ¿cómo es posible que un trayecto similar en España, el que une Algeciras con Ceuta, pueda costar 80 euros?
Pablo y yo con Toni y Cris
Ya en Bali negociamos con una personal local para que nos condujera hasta el sur de la isla para disfrutar de una prórroga de un día en aquel paraíso. Entre los cuatro, apenas pagamos unos 10 euros cada uno por un viaje que duraba cuatro horas y media. También nos ofrecieron un precio inferior, pero al contrario que el vehículo que tomamos, el otro carecía de aire acondicionado. Como ven, hay opciones para todos. El autobús no costaba mucho más barato y además multiplicaba las horas de viaje por las innumerables paradas que hacía, según nos había advertido Sandra. Rematamos la noche repitiendo cena en Poppies, el mismo restaurante que elegimos para nuestra primera noche. Compartimos velada con Toni y Cris y nos despedimos de ellos tras un excitante día juntos. No pudimos si quiera tomarnos una copa juntos. El agotamiento nos había anulado, necesitábamos dormir y asimilar en la inconsciencia unos días que quedarían petrificados en la memoria.


14/8/2012 Un día de regalo en Bali y de madrugada, vuelta a China

Estamos en Kuta. Desde el hotel en el que nos hospedamos se escucha una novela narrada, con cantos y un idioma que se hace pesado. Hemos terminado cansados de los sermones coránicos de Java y ahora aquí nos persigue también un megáfono que transmite desde la azotea de algún edificio que no vemos. Pablo y yo agotamos las horas de este día en la playa, salimos de compra por la zona comercial de Kuta. Es una cuenta atrás. Nueve días fuera de casa nos habían servido para desintoxicarnos del efervescente día a día en China, apasionante y a la vez sofocante, ya que las fichas del puzzle de la cultura china no encajan muchas veces con las nuestras y el embrague chirría al cambiar de marcha. Aterrizábamos en Hong Kong en hora a las 6 de la mañana. Volvíamos al hemisferio norte, y nos dirigíamos en autobús a Guangzhou. Detrás dejábamos los arrozales, la pintura de Adam Smith o el roce de la arena en los pies. Aquellas carreteras angostas de Bali habían cambiado por otras mastodónticas e inanimadas que nos revelaban el regreso a la rutina de China, un país confuso entre la incompatibilidad de la tradición y la ferocidad de un desarrollo que comba el tiempo hasta dejarlo sin horma. En nuestras maletas portábamos recuerdos de aquel viaje y en Bali habíamos dejado una parte de nuestra alma para siempre, como una semilla a la que veremos crecida si regresamos.








2 comentarios:

  1. Impresinante. Lo he leído de un tirón, sin poder dejarlo ni un momento. A veces las lágrimas pretendían desbordárseme de los ojos. Una maravilla.

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