Mi primera carta la dirijo a
Carranza, pongo la vela y navego hacia allá. La nostalgia me embarga cada vez
que en el extranjero camino hacia un templo de fútbol que no es el mío. Para
aliviar esta pesadumbre, ahora en Guangzhou, mi ciudad, la capital de mi vida,
en el sur de China, siempre visto la camiseta del Cádiz o al menos llevo la
bandera, para mostrar, en ese peregrinaje al templo, que yo siento otros
colores que son los que, como a mis ahora compatriotas chinos, nos conducen a
un estadio en busca del remedio espiritual.
Los domingos de partido eran
largos. Cuanto más tarde jugaba el Cádiz, más duraban los nervios de aquel día.
Veía a Derticia con su gorro de lana calentando antes del partido, veía a
Husillos, o a Tilico, aquellos que minutos después ascenderían al campo desde
las catacumbas de la tribuna con sus espinilleras y la satisfacción de ser
cadistas brillando en un escudo cosido sobre fondo amarillo. Aquellos jugadores
aspirarían seguro a un club más grande, pero para cada uno de los niños que nos
sentábamos en la piedra de la preferencia, nuestro sueño era llegar a ocupar el
puesto de ellos. Luego, la vida, te dice que tu destino está en otro sitio, en
cualquier oficina del mundo, y que el único escudo que alimentar es el logo de
la compañía, con cuentas que deben dar positivo a final de campaña para no
bajar de categoría.
Había otros domingos en los que
uno se asomaba una y otra vez a la ventana de casa para que dejase de llover.
Sabías que estaba prohibido constiparse, que al día siguiente había colegio y
tu madre te iba a prohibir procesionar al Carranza por una avenida que cuanto
más se acercaba a Cortadura, más amarilla se volvía. En los días de sol, las
motos iban lanzadas por la carretera, con unas bufandas de lana revolucionadas
por la velocidad del aire, mientras que en los autobuses de línea, se veían a
través de los cristales, decenas de brazos sujetándose a las barras de metal
dejando caer unas bufandas raídas por el uso. Los jóvenes apuraban la cerveza
en el bar Gol de Fondo Norte y los más mayores llegaban al estadio con sus gorras
dobladas en la palma de su mano. Todavía no se había impuesto la moda de ir a
Carranza vestido de amarillo, salvo un personajillo que se veía como un punto
de color en medio de la tribuna, era Macarty.
Cuando el calentamiento se
terminaba y los jugadores se iban a vestuarios a cambiarse, girabas la vista a
derecha e izquierda, intentando averiguar qué preparaban las Brigadas
Amarillas, bien en fondo norte, bajo el cartel metálico de Ferrovial, en el que
un grupo de chavales que formaba
un tiángulo se dejaba la voz, o bien en Fondo Sur, en una curva sobre la que
sobresalía un grupo de muchachos que comiendo pipas veía el partido encima de
los tejados del colegio de Telegrafía. A nuestra espalda, otros habían trepado
a las costillas de aquellas torres que iluminaban el césped y, con suerte, el
tren sonaba antes de algún gol que se celebraba dando saltos en los brazos de
tu padre o cualquier persona anónima que se había desgarrado las uñas a tu lado
durante 90 minutos.
Salía el Cádiz al campo y las
bengalas, como cirios rojos, señalaban el camino hacia la victoria. Tú,
mientras, te afanabas por lanzar esos papelillos que habías recortado por la
tarde de algún Diario viejo que empezaba a consumirse en casa, mientras tu
padre dormía la siesta y tu madre recogía los platos del almuerzo.
La vuelta a casa se hacía, bien
en autobús de línea, donde escuchabas a los mayores discutir sobre la
estrategia del entrenador, lo afortunado o desafortunado del partido de alguno
de los jugadores, o bien se hacía caminando, en dirección a las Puertas de
Tierra, viendo pasar otra vez las motos flechadas de vuelta a casa, con sus
bufandas aleteando en el aire húmedo de la noche o esos brazos sujetos a la
barra del autobús de línea con unas bufandas que caían cansadas. A medida que
te separabas del Carranza, lugar que solo visitabas una vez cada dos semanas, la
muchedumbre amarilla se esparcía. Algunos encontraban su refugio en La Laguna,
otros en la zona de Residencia, San José, San Felipe Neri o los cuarteles.
Por todo aquello, ahora
entenderán que las procesiones a cualquier templo del fútbol las haga con mi
camiseta amarilla o mi bandera del Cádiz, para mantener aquellas imágenes que
guardo fosilizadas en la memoria y el ruido de aquellas motos que con un
zumbido pasaban a tu lado y te indicaban que ya llegaba el momento que habías
esperado durante toda la semana.
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