domingo, 16 de agosto de 2015

Berlín, rosales sobre la aridez

Berlín es provocadora al viajero como una sirena lo es al marinero. Berlín lleva marcada en sus labios la cicatriz del muro y en sus edificios la cara del comunismo, de la historia y los coloretes de unas gentes que aún respiran por alivio y libertad.  Con una población que no sobrepasa la media de los 36 años, Berlín es capital de los contrastes, es vanguardia europea, son barrios salpicados con ofertas de ocio, arte y restaurantes tan coloridos como lo son las paredes de los muros que aún quedan intactos de aquellos casi 30 años de separación, guerra fría, tensión y barrera entre el nuevo mundo y el feudal, entre capitalismo y comunismo, entre llevar pantalones vaqueros y no, entre el emprendimiento y la fusta del capataz. Berlín es su historia bajo tierra de donde brotan como racimos de vida edificios nuevos, memoriales de una finura exquisita y nuevas gentes. Pero Berlín hay que recorrerla también en sus raíces, en sus penas, para disfrutar de sus alegrías. Y hay que mirarla también desde la cúpula del Reichstag o desde la cabeza de la torre de televisión para comprobar todas las marcas de sus guerras, toda los cosidos de su renovación y su enrevesado urbanismo como parches de un pantalón viejo.

A pesar de los muchos y variados brochazos de arte que han dejado en la ciudad arquitectos en los últimos veinte años, me quedo con una brocha gorda e imponente, obsoleta, en la margen derecha al muro, en la margen comunista, en el este. Me quedo con la Avenida Karl Marx, la Karl-Marx Allee, que en alemán suena más histriónico. Y me quedo con esta avenida seguramente porque a lo largo de la vida uno ha vivido a la “izquierda del muro”, en occidente, en cuyas grandes ciudades destacan edificios modernos donde se prima la estética al servicio de la funcionalidad. Sin embargo, esta arteria, que surcamos en bicicleta por casualidad con el propósito de visitar el museo de la Stasi -Ministerio de la RDA para la Seguridad del Estado-, se contempla con los ojos ciegos de la ignorancia como un panal de abejas, con una calzada demasiado amplia, con unas aceras demasiado anchas y con unos edificios demasiado cúbicos, como muros de hormigón, como barracones de las afueras capitaneando los adentros de la ciudad, adornados levemente con la simetría de sus propios materiales de construcción, con algún detalle en las cornisas, algún juego de claroscuro en su fachada, algún adorno de signo proletario, los menos, y sobre todo, una envergadura de elegancia austera. Conforme más te adentras en el este, estos edificios, calificados de lujo y concebidos para los proletarios de la época van dejando paso a meros barracones de 8, 10 o 12 plantas, donde vivían los trabajadores del sistema, la gran masa homogénea, los grises, los marrones pardos y los verdes militar del Berlín del este. Como sus coches, los trabys, también en esta gama de colores. Toda la vida ahorrando para un traby. ¿Cómo distinguirlos en el aparcamiento? Todos grises, marrones o verdes militar. Era el color opresor del comunismo. Al otro lado, las radios, los coches americanos y más tarde los walkman que en aquel lado no disfrutaban. Y en medio de esta división, la majestuosa, imperial y testigo de épocas, como la prusiana, la napoleónica o la nazi, la Puerta de Brandemburgo, engullida entre medio de los muros de la vergüenza, que se perpetuó en la fotografía más conocida del 9 de noviembre, en que los habitantes de este y oeste se subieron al muro construyendo otro muro humano, de libertad, y tras el cual quedaba la puerta de Brandemburgo y sobre ella la Diosa de la Victoria, tirada de una cuadriga que en su tiempo raptó Napoleón como obsequio de guerra para disfrutarla en París.

Aparte de la Karl-Max Allee, que me recuerda a avenidas sobredimensionadas de ciudades de pequeño tamaño o polígonos industriales de China -será por su consanguineidad comunista- existen otros muchos sabores en Berlín. Linda y yo la recorrimos en bicicleta la mayor parte de sus días para evitar la ceguera del metro, aunque también merece la pena probar esa ceguera, porque en su retina vive un mundo subterráneo tan pintoresco como el que habitan en los barrios modernos de Kreuzberg –la Malasaña de Madrid- o de Friedrichshain –La Latina-, uno al oeste y otro al este de la pared de muro más larga conservada en pie, donde destaca el beso que se dieron en 1979 los líderes comunistas de la República Democrática Alemana (RDA) –que de democrática tenía el nombre solamente- y el líder de la Unión Soviética. Diez años más tarde, a pesar del interés de la RDA por mantener la división de las Alemanias, Gorbachov anunciaba en plena crisis soviética que la URSS ya no tenía sentido en Europa del Este y poco a poco los países volvieron a recuperar la luz, el color y su identidad.

Y en este tablero de la guerra fría mundial, Berlín representa el eje. Y como tal, abarcando desde sus alcantarillas, por donde hubo fugas de gente del este al oeste; pasando por sus estaciones de metro anteriores a la separación de las dos Alemanias, donde también se orquestaron fugas; y hasta los remiendos de su superficie, se compone la obra de arte de la historia más reciente. Una de las líneas de metro, que conectaba dos partes del Berlín Oeste, transcurría durante muchas estaciones por debajo del este sin detenerse, pero sus viajeros, durante unos minutos transitaban por debajo de las casas de familiares, novias u hogares que constituyeron en un pasado demasiado reciente parte de sus vidas y que ahora dormían al otro lado.


En las esquelas del viento que se llevó todo ese marasmo de vicisitudes quedan inscritos recordatorios: a las horas de guardia interminables del control fronterizo, a los ocasionales visados que se concedían a los occidentales para visitar fugazmente oriente, a la división de los dos mundos en un muro que representaba el telón de acero, un nervio indefinido de un magma bélico que en cualquier momento podía estallar. Y esquelas a toda esa ingeniería bélica que acabó convirtiendo en rutina un modo de vida impuesto.

A día de hoy, como rosales en medio de la aridez de lo que fuera el campo de batalla, se yerguen memoriales y arquitecturas de una calidad exquisita, diseñada por los mejores arquitectos del momento, léase Frank Gehry´s –autor del Guggenheim y de una cola de ballena enorme que puede verse desde las alturas de Berlín-, Peter Eisenman –creador del memorial a los judíos del Holocausto de finura y sencillez imaginativa- o Norman Foster –diseñador de la cúpula transparente del Reichstag-. Berlín conquista como una buena película moderna de época: pocas palabras, mucha imagen e inagotable subtexto.

Más de 1,5 kms de muro continuado en pie en la Galería del Este de Berlín, coloreado por los grafiteros. Arte urbano 
Este conjunto de casas donde vivían los judíos es en parte un museo y en parte arte urbano
Más imágenes dentro del muro
El beso que se dieron en 1979 los líderes de la URSS y de la RDA es la imagen más visitada del muro
La puerta de Brandemburgo
Memorial al holocausto para el judío hecho por Peter Eisenman
Torre de la tv de Berlín
Opel Kadek de la época, en el






Los tranvías amarillos típicos de Berlín. 
Bicicleta, compañero esencial en Berlín
Altura del último diseño de muro que se levantó, no más de 3 metro y poco
Puerta de Brandemburgo desde dentro de la plaza
Cúpula del Reichstag desde dentro
Desde arriba de la cúpula del Reichstag. Debajo se sientan los parlamentarios y la cúpula sobre ellos representa la transparencia de la democracia y sus leyes

Muro interno, torre de vigilancia y muro exterior al fondo. Linda intenta el salto



 Llegando al Reichstag y con el parque del Tiergarden en frente






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