Los chinos no saben decir que no.
Aseguran conocer al Cádiz. Si le enseñas el escudo del equipo, se quedan
mirando un poco, repiensan y al final, como no son capaces de decir que no,
dicen que sí. En los negocios sucede lo mismo. Muchos españoles vienen aquí a
vender productos o a pactar con las fábricas unas condiciones de producción
específicas y cuando creen que lo tienen todo cerrado y que cuentan con la
anuencia del chino, estos se dan media vuelta y entre ellos pactan lo que
realmente van a hacer, no pagar la mercancía o revender la sobreproducción del
diseño de la marca española a un precio menor y en otros canales de
distribución, tanto que el español, si produce ruedas de sillas de oficina en
China, puede encontrarse una copia de sus ruedas en una feria de Alemania a un
precio más barato que el suyo. Un desastre.
El caso es que me vine a China
hace más de cuatro meses, y aunque la situación hubiera sido boyante en España,
también me hubiera ido, porque considero que el mundo es pequeño y que en toda
patria debe haber exploradores repartidos por otros océanos que traigan ese
conocimiento de vuelta a casa. Siempre que he vivido fuera de Cádiz, bien en
España, bien en Estados Unidos o ahora en China, he metido una camiseta del
Cádiz, la bandera del Cádiz y la bandera de España en la maleta, como las Tres
Marías, juntas.
En el tiempo que llevo aquí, he
sufrido el sinsabor de no subir a Segunda División. Durante varias semanas
consecutivas me he desvelado para seguir por la radio unos partidos de
promoción que caminaban por las ondas a duras penas, por culpa de una conexión
a internet que en China todavía anda en burro. Pero, solo en el cuarto,
agarrando la bandera del Cádiz y aislado en la madrugada china, he oído la voz
de los narradores gaditanos y he escuchado esas palabras que de vez en cuando
se filtran a través de los micrófonos de los periodistas y que saben a mar de
la Caleta a tantos kilómetros de distancias y tantas culturas de por medio:
"Ábitro cabrón" o "qué bastinaso io".
Con seis horas de diferencia con
respecto a España (siete en invierno), esos madrugones me han dejado desvalido
al día siguiente en mi rutina de trabajo. Mientras ustedes en Cádiz se han
abrazado o consolado juntos, ganara o perdiese el equipo (casos del Castilla y
Lugo); aquí me he tenido que conformar con el albor colándose entre las
cortinas de mi ventana, pensando ya en el nuevo día y sin tiempo para digerir
el malestar o la alegría.
Desde el sur de China, Guangzhou,
en el piso 28 de un rascacielos de un lujoso barrio llamado Linhexi, en el que
se levanta majestuosamente el edificio de hormigón más grande del mundo, iré
escribiendo al menos semanalmente dosis de cadismo, porque en todas partes del
mundo hay un gaditano a contracorriente evangelizando a un pueblo entero. A
partir de ahora, ese chino que desconoce Cádiz pero que asegura conocerlo, no
se irá a la cama sin haber aprendido algo nuevo, el nombre más antiguo de
occidente, Cádiz.
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